Juan Martínez Ahrens, El País.
Desde el primer día, las familias, se han negado a aceptar, al
menos en voz alta, la muerte. Aferrados a la esperanza de que estuviesen
secuestrados e incluso, como se dijo en un primer momento, ocultos en
la sierra para evitar la represión, las familias no han querido dar su
brazo a torcer ante las evidencias que se acumulaban a diario. Y este
viernes, al conocer el alud de dolor que se les venía encima, rechazaron
las confesiones de los sicarios y redujeron el relato oficial al
hallazgo de “seis bolsas con cenizas y huesos”.“Nuestros hijos siguen
vivos. Ya los dieron por muertos una vez y no era cierto”, aseguró un
portavoz. Altamente movilizados, apoyados por numerosos grupos políticos
y organizaciones sociales, los padres no están dispuestos a reconocer
la pérdida de los estudiantes (que mientras no se identifiquen los
restos seguirán como desaparecidos) hasta que no medien pruebas
periciales internacionales. Pero estas tardarán y, tratándose de restos
calcinados, quizá nunca lleguen.
Lo que sí que permanecerá son esas confesiones que abren un
escenario sísmico en el que bailan de la mano la impunidad y la
violencia, el narcotráfico y la corrupción. Pocos en México hallan
explicación a la barbarie que acabó con decenas de muchachos de
extracción humilde, maestros rurales en ciernes, que armados solo con
sus ideales osaron enfrentarse a la tenebrosa figura del alcalde de
Iguala y su esposa, dos terminales del sanguinario cartel de Guerreros
Unidos. El atrevimiento les costó la vida. Ese día el crimen organizado
lanzó una demostración de poder que ha sobrepasado mucho de los límites
vistos hasta ahora en México. La sangría ha dejado en estado de
conmoción una tierra que hace pocas semanas, enfrascada en grandes
proyectos, miraba al futuro con optimismo.
Los normalistas detenidos por la Policía Municipal fueron
entregados a sicarios de Guerreros Unidos, el cartel que controlaba
Iguala, y que fueron conducidos, hacinados en un camión y una camioneta,
hacia un basurero de Cocula, una localidad vecina.
Amontonados, malheridos, golpeados, muchos de los estudiantes, quizá
hasta una quincena, murieron asfixiados en el trayecto. Una vez en el
paraje, los sicarios, siempre según la confesión de los criminales
detenidos, fueron bajando, con los brazos en alto, a los normalistas
vivos e interrogándolos. Querían saber por qué habían acudido a Iguala,
por qué se habían enfrentado al alcalde y su esposa. Luego, con frialdad
abismal, los tumbaban en el suelo y los mataban. Con sus cuerpos
levantaron una inmensa pira que alimentaron con maderas, desperdicios y
neumáticos. La hoguera, el fuego de la barbarie que a buen seguro
seguirá crepitando durante años en la memoria de muchos mexicanos, ardió
desde la madrugada hasta las tres de la tarde sin que nadie viese o
dijese nada. Luego, por orden de sus superiores, los sicarios recogieron
los restos calcinados, los fracturaron y los arrojaron en bolsas de
basura al río Cocula. La corriente se los llevó hasta un destino
desconocido.