Por Carmen Vicencio
Comentaba en otro artículo, cómo las formas de intercambiar información varían en muchos sentidos a través de la historia: desde la concentración y el celoso ocultamiento de información relevante, por parte de unos cuantos (sacerdotes, comunidades secretas o élites de científicos…) hasta una sociedad como la actual, en que se da un abundante y rápido intercambio sobre cualquier tema, entre amplios sectores de la población.
En ese intercambio se combinan: el lenguaje primitivo-corporal con el verbal: oral, escrito (impreso o digital)…; cada uno con nuevas posibilidades y nuevos efectos en la conciencia personal y colectiva. Se combinan también: verdades y mentiras; información y desinformación.
La Jornada del 22/01/19, trata este tema en su editorial: “WhatsApp, tecnología y desinformación”, señalando que: “En la década reciente la expansión acelerada de los servicios de mensajería digital y la eclosión de las redes sociales han empoderado a la gente en general en el ámbito mediático y han hecho posibles nuevas formas de activismo en todos los terrenos, pero también han creado un enorme territorio para la desinformación, las campañas de intoxicación de la opinión pública, el acoso y el desprestigio de inocentes, la difusión de virus, así como los fraudes cibernéticos. Un caso de particular gravedad es el de la propagación de rumores y falsas noticias (‘fake news’), un fenómeno que en India ha desembocado en varios linchamientos…”
La desinformación no sólo genera linchamientos en la India, sino graves problemas en todos lados. En México incide en convocatorias como por ejemplo, para ir a recoger “gasolina gratis” de los ductos rotos de Pemex.
Muchos ‘memes’ que circulan (no importa el nivel de estudios, de sus remitentes), exacerban la xenofobia, hacen mofa del dolor ajeno o denostan a quien piensa distinto.
Si alguien expresa molestia ante mensajes agresivos, prejuiciosos o a todas luces falsos, recibe como respuesta: “respeta mi libertad de expresión” o “pues así lo recibí y así lo envío”.
En este contexto parece necesario revisar (en todos los niveles escolares), desde una perspectiva crítica, cómo hacer análisis del discurso, así como promover la reflexión sobre la lengua, a partir de preguntas como: ¿qué pretendes al intercambiar cierta información?, ¿qué consecuencias puede tener expresarla u ocultarla aquí y ahora?, o ¿cómo se distingue un mensaje verdadero de uno falso?...; preguntas que difícilmente se hace el común de la gente, en esta “Modernidad líquida” (Z. Bauman).
Es importante, en especial, distinguir entre diversos géneros del discurso: el coloquial (o cotidiano), el científico, el propagandístico, entre otros.
El género coloquial se usa cotidianamente en familia, con amigos o en la calle, con desparpajo y sin rigor, mezclando frases incompletas, repeticiones, digresiones, vacilaciones, interjecciones, juicios…. Sirve para expresar necesidades o estados subjetivos, (creencias, prejuicios, anhelos, miedos…), sin preocuparse por un orden lógico ni por aplicar algún criterio de verdad.
El científico, en cambio, es objetivo y preciso; establece relaciones entre fenómenos, para tratar de explicar lo que sucede; remite a hechos palpables y medibles; exige comprobar lo que se dice y fundamentar las relaciones que se proponen como hipótesis...
El propagandístico, por su parte, busca convencer sobre las ventajas de hacer o comprar algo, votar por alguien o en contra de algo. Se basa en estudios psicológicos, sociológicos, neurológicos, etc., sobre cómo funciona la mente. Su lenguaje es simple, enfático, impactante, pegajoso; emplea imágenes potentes, coloridas, atractivas, para activar el deseo de posesión, el morbo, miedo o repudio hacia la competencia o el adversario. En este género, no importa tanto si lo que se enuncia es verdad o no; sólo importa que el efecto sirva a los intereses del transmisor. So pretexto de “libertad de expresión” y con tal de ganar un pleito, un cargo, un negocio..., (especialmente en el régimen neoliberal), “todo se vale”: deformaciones, ocultamientos y manipulaciones…
Muchas veces, de modo inconsciente, somos también responsables de la desinformación actual. Por eso, vale preguntar (como emisores y receptores de información): ¿qué andamos buscando, (o que busca el otro), al construir, intercambiar o reenviar mensajes en las redes sociales?: ¿buscamos contribuir a comprender mejor lo que sucede?, ¿advertir de un peligro?, ¿denunciar una injusticia?, ¿pedir auxilio?, ¿proponer una mejor solución?, ¿manipular, engañar o embaucar al interlocutor, para salirnos con la nuestra? o ¿satisfacer y contagiar el morbo, por el simple placer que el chisme genera?
¿Qué de lo que decimos viene de prejuicios o falsedades? y ¿qué tanto se basa en argumentos bien fundamentados?; ¿qué consecuencias tienen las cadenas interminables de mensajes que reenviamos?
Pareciera que hoy, preguntas como éstas pueden hacer la diferencia entre la vida y la muerte.
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