Se piensa que hoy es la ocasión para hacer efectivo el anhelo acariciado intensamente en las obras utópicas y una vida tendiente a la felicidad o, al menos, en paz.
Un tema recurrente en la plática diaria de los últimos meses en México y en los países dependientes es el de la pandemia que afecta a todos. Ésta se aborda desde la salud, obvio; pero también desde otros ángulos (economía, productividad, vivienda, comprensión del mundo actual, posibilidades de la cultura y más). La calidad de vida —también de actualidad— de que se habla hoy depende de cómo articule el hombre su existencia y la procure.
Las opiniones sobre la calidad de vida se dividen en asuntos que abren varios horizontes diferentes o terminan enredadas en minucias. Depende de cómo la entienda o planee para el futuro cada quien.
the iSpot / Ken Orvidas |
Algunos asumen que en la coexistencia humana predominan, hasta ahora, afanes bélicos y agresiones mortales de unos a otros, aconsejados por reacciones violentas del tipo de las Escrituras bíblicas; pero también se dice que el mal que daña al ser humano puede ser visto de otra manera, en una “vuelta de tuerca”, para aprender y ser tolerante, de tal suerte que no se desperdicie la vida entre agresiones insostenibles y facinerosas.
Se piensa que hoy es la ocasión para hacer efectivo el anhelo acariciado intensamente en las obras utópicas y una vida tendiente a la felicidad o, al menos, en paz.
Otros, ante la evidencia histórica de que esfuerzos y entusiasmos han sido siempre negados y destruidos, concluyen que la violencia y la tendencia al caos son inherentes en la vida humana; terminan por enviar al museo de la nada cualquier gesto humano de rehabilitación. Así, una enseñanza básica del COVID-19 —igual que de las catástrofes anteriores— es que sólo se puede sobrevivir si se mantiene uno aislado.
Por eso, la primera medida que se asumió ante esta pandemia fue “no tocar a los demás, ni siquiera para saludar”; y las medidas posteriores siguieron la misma pauta: cubrirse boca y narices para impedir que los orificios corporales estuviesen abiertos al “exterior”, además de usar ropa específicamente protectora. La ansiedad fue tal que, pese a que la actividad productiva es base del sustento humano, se pidió o, mejor, se obligó a que los espacios de producción económica fuesen cerrados y que uno los realizara sin salir de sus casas.
Nunca se vio tan patente que la soledad, el aislamiento, es la mejor medida de salud.
También los procesos educativos tuvieron consecuencias en niños y jóvenes, comenzando con el cierre de escuelas y centros de formación tanto públicos como privados; espacios rurales y urbanos, matutinos o vespertinos, desde jardín de niños hasta postgrados. La educación —escenario privilegiado, durante milenios, para el encuentro directo entre estudiantes y maestros— se vio clausurada repentinamente para privilegiar el trato a distancia. Jóvenes, niños (y viejos que todavía “asisten a la escuela”) comenzaron a tomar sus clases en línea, es decir, otra práctica más de exclusión, ya que la red electrónica —ruta de las clases virtuales o en línea— tiene en México (INEGI, febrero de 2020) una cobertura de 86.5 millones de usuarios (no es usada por la totalidad de la población), de los cuales el 75.1 por ciento son niños de seis años o más (otra exclusión). Quienes podrían hacer uso de las redes (siempre según el INEGI), 76.6 por ciento de sus usuarios viven en zonas urbanas y 47.7 por ciento en áreas rurales (el agro en México siempre marginado), con el agravante —en todo el país, y más acentuado en el campo (la brecha digital se amplía más todavía)— de que en amplias áreas nacionales con frecuencia no llega la señal (“se pierde” o es muy lenta), o no se puede hacer la conexión, ya que no hay electricidad varias horas al día (ni aun en zonas de densa población, como Iztapalapa, en la Cd. de México, o Carrillo Puerto, en Querétaro).
Para que se vea con más claridad el quid de la educación a distancia, muchas veces sucede que los chicos no reciben todos los materiales que necesitan para seguir sus clases virtuales, y entonces preguntan qué sigue a sus compañeros, quienes padecen con frecuencia las mismas dificultades, u otras peores.
Los maestros tienen problemas, como los estudiantes, pero de dimensiones diferentes, que se tienen que resolver desde otros ángulos. Hoy se elogian las redes pues permiten atender a mayor cantidad de estudiantes, pero no se ve que el trabajo docente se multiplica por cada joven que vive en un lugar diferente; los muchachos no se mueven del lugar donde viven o donde toman clases (porque en su rumbo no hay escuela ni red, muchos rentan casa o están “arrimados”, y allí se aglutinan.
Ahora, por el COVID-19, están como atrapados en su lugar de origen —dispersos—, mientras que los maestros tienen que desdoblarse, con la internet para atenderlos en horas disímiles). Además, los “profes” resuelven con su economía personal el uso de instrumentos (computadora y recursos de comunicación), tienen que dar clases con planes, programas y lecciones que no eligieron ni diseñaron, y permanecer alerta para asesorar en procesos decididos por otros, en procesos y con materiales decididos por otros.
No pueden entrar en contacto estable con un grupo colegiado o, al menos, con colegas que vivan contextos similares para atender las novedades que surgen. La formación profesional de los maestros parece perder su sentido, pues ellos se están convirtiendo en mero apoyo para que los muchachos caminen por su cuenta. En poco tiempo, se dirá que ya no se necesitan profesores.
Se supone que, por apoyarse en recursos virtuales, todo es más fácil y seguro. Por ejemplo, es más seguro no ir a los laboratorios, donde hay accidentes o no salen los experimentos. Hoy, desde el monitor y con pruebas ya programadas, el joven asiste sin riesgos para ellos ni para los maestros.
Finalmente, el costo de la educación –al realizarse por la red– se abate, según unos. La realidad es que, en un país subdesarrollado en tecnología, transportes y comunicaciones, como es el caso de México, hay que procurar “desde cero” la infraestructura.
Sale más caro el caldo que las albóndigas.