El Malacara

Gonzalo Guajardo González Enero de 2021 Querétaro, Qro.

¡Así se llama de verdad!… bueno, se apellida. Cómo no lo voy a saber, si vive en mi colonia desde hace años. Cuando por primera vez oí hablar de él, pensé que era su apodo, porque traía la cara hinchada, tenía la mejilla izquierda rajada y un ojo medio cerrado, y era barrigón. Los papás de Vero me lo dijeron. Él –más fuerte que mi papá y de gran vozarrón– fue electricista en la Comisión y le iba muy bien; le dieron una camioneta, en la que llevaba a su personal a varios lugares, lo dejaba haciendo trabajos y, más tarde, lo recogía. No sé cómo entenderlo, pues a veces nos cortaba la luz por la mañana, aunque la gente le pedía que no lo hiciera; después, la ponía para que no nos quedáramos a oscuras, y al otro día nos la cortaba otra vez para que la pagáramos.

No se engañen con su nombre: era una buena persona y siempre cuidó que sus trabajadores no se metieran con las muchachas de la colonia. Dicen que ganaba bien, aunque nunca traía dinero. Cuando, por ejemplo, regresó de un tiempo que anduvo fuera, se metía a alguna cantina, pedía un trago y se lo bebía de un jalón (eso decían sus amigos). En todos lados lo conocían. Por eso, cuando quería bebida, le fiaban. Pero no sé por qué tomaba, si antes no era borracho. Unos dicen que andaba con muchachas; otros, que su mujer se enteró y se fue y se llevó a sus hijos. Hoy, en cada cantina que se mete casi nunca puede pagar, y entonces lo agarran a trompones hasta que cae desmayado. Últimamente, me ha tocado que a veces lo veo tirado en la calle, ensangrentado, sin moverse. Hasta he pensado que ya está muerto. Me da miedo verlo así, y me pregunto por qué aguanta tantos golpes y humillaciones sin defenderse.

La mamá de Estela dice que, de joven, Malacara tenía lo que muchas buscan: era guapo, seguro de sí y con dinero. Llegaron a decir que, en otro rumbo, a una muchacha le puso casa y tenía un hijo con ella. En realidad, en varios años ya nadie lo volvió a ver. Dicen que en aquella época la esposa se enteró, pero no dijo nada; sólo tomó sus cosas y a sus hijos, y se fue. Pasaron meses y ya nadie supo nada de la familia. Él también desapareció mucho tiempo.

Mis papis me dijeron que lo último que supieron es que él andaba por Querétaro desde hacía más de cinco años, al cabo de los cuales regresó, irreconocible. Se nota que sufrió mucho por allá. Era otro. Por fotos y reportajes de periódicos viejos, supimos algo. Yo ya era más grande, y pude entender mejor. Malacara se metió, según los reporteros, a un grupo en la sierra que peleaba contra el gobierno, ladrón y servil, que dijo que mejoraría la economía y desarrollaría el estado al dar ejidos a desarrolladores de vivienda; también entregó cerros enteros a mineras extranjeras, permitió monocultivos a terratenientes, cerró empresas para que los trabajadores fueran después recontratados por outsourcing, construyó autopistas para beneficio de particulares y no se ocupó del transporte público, autorizó centros comerciales en lugar de parques y escuelas privadas en lugar de públicas, no renovó hospitales (los más recientes tenían 40 años de antigüedad, sin equipo adecuado).

Algunos profesores, obreros, campesinos y trabajadores organizaron brigadas en la sierra para preparar gente; hicieron asaltos veloces para tomar lugares clave, según un plan que tenían en la pared. Pero les fue mal; los derrotaron. Mataron a muchos y a otros se los llevaron. A Malacara lo metieron a una cárcel subterránea, donde torturaban a los apresados para obtener información. Antes de irse, le pidió a su mujer que se fuera a donde no la localizaran, porque a ella y los niños podrían hacerles mucho daño. También le dijo que no se preocupara por lo que dijeran en las noticias sobre ellos; y le pedía que esparciera el rumor de que él se había ido con otra mujer.

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Al final, mis papis dijeron: “Nada hay peor que perder la dignidad y el amor de los suyos”, y eso era lo que el gobierno quería: acabar con todos de raíz, pero no matándolos, sino que el pueblo se avergonzara de ellos y los abandonara. Hoy Malacara está tirado, solitario en la calle, a la espera de su último suspiro.