No lo comentaban frente a él, pues pensaban que la vanidad genera mala conciencia. Sebas
era osado e inteligente, como lo sabían desde que el cura lo bautizó como Sebastián, por el
papá de ella. Lo llamaban Sebas, pues así parecían recalcarle su cualidad: sabes.
Era el segundo de los chamacos. Lola y Félix se veían en apuros para darles a sus hijos
comida, casa, ropa y educación, como dios manda. Un peón albañil y una sirvienta no sacan
para mantener a cinco de familia, aunque los dos bien que se jodan a diario.
Lloraban y maldecían su pobreza cuando, a la siguiente semana, pusieron al hijo mayor,
Blas, en el camión a Hidalgo para que ayudara a sus tíos en la parcela; después, treparon en
otro camión a Sebas, a Cadereyta, para que les ayudara a los papás de ella con las figuras de
barro que vendían en el tianguis. Lola y Félix pensaron que se separaban para siempre de
sus hijos y que ya no volverían a verlos.
En Cadereyta, Sebas se bajó del camión y tomó otro para ir al pueblo, a casa de sus
abuelos. Moverse en esas tierras es complicado y caro, sobre todo para los pobres, pues
viven en lugares sin comunicación. Ya en El Aguaje, tras mucho traqueteo, llegó Sebas; los
viejos lo esperaban con sonrisa de media luna. Después de unos tacos de nopales con huevo
y agua de tuna, Linda y Blas, los abuelos, le mostraron el catre donde dormiría. No dejaban
de mirarlo: sus ojos, su boca, el pelo, los gestos al comer; era el vivo retrato del abuelo. El
chico habló de su viaje, pero no le interesaba; quería oír a los viejos contar su historia.
Sabía que don Sebastián había corrido mucho monte, en la guerrilla; los luchadores
emboscaban a soldados y a dueños de las tierras, y los obligaban a firmar papeles sobre
muchas parcelas, algunas incluso con pequeñas acequias o con algún aguaje. Después de
que anduvieron tantas correrías y aventuras, “les pusieron un cuatro” y los agarraron como
al “Tigre de Santa Julia” (dijeron a carcajadas); los metieron a unos cuartos chiquitos en
Querétaro, donde los ataron colgados de cabeza y con los ojos tapados. Los azotaban con
varas de membrillo o tiras de cuero para que confesaran dónde estaban los otros
“levantados”, quiénes los alimentaban, cómo recorrían el Bajío. Les decían que ya habían
saboreado a varias mujeres de los guerrilleros –las más bonitas y jóvenes– y, después, las
habían echado a pedir limosna; las risas y lo que contaban los soldados dolían más que la
tortura.
Pasaron cinco meses. Una lluvia torrencial inundó la ciudad, lo que aprovecharon las
mujeres de los levantados, entraron a nado en los cuartuchos y cortaron los lazos con que
estaban atados. A toda prisa salieron del estado; algunos se fueron a otro país. Cuando hubo
cambios en el gobierno, se corrió la voz de que ya no eran perseguidos. No todos
regresaron; amigos y parientes les cedieron tierras de las que los guerrilleros habían
entregado al pueblo.
Linda y Blas recibieron dos hectáreas de tierra de riego, cuatro puercos y ocho cóconos.
Después de preparar la tierra, metieron milpa, con su maicito, calabazas, frijoles y chile
entre los surcos. De un lugar cercano traían la tierra con que hacían su trabajo de alfarería.
Varios viejos y jóvenes de la región se acostumbraron a visitaron a los ancianos. Oían de
don Sebastián luchas de guerrilleros, mientras que Linda les contaba, al echarse algún taco
de frijoles o de tortilla con sal, cómo las mujeres conseguían rifles y parque, cómo pasaban
con esa carga los retenes, cómo les llevaban comida a los rebeldes y cómo cuidaron a tanto
escuincle mientras practicaban tiro al blanco, por si tenían que ir a pelear.
Sebas los oía entusiasmado. Hacía planes para cuando le tocara luchar por la tierra, como
los abuelos lo habían hecho; y con esas ideas creció fuerte como una mula y sagaz como un
topo. Así se llegó el tiempo de regresar a Querétaro. Se despidió de todos y tomó el camión
de regreso.
Los abuelos lo vieron partir. El sol matutino pintaba con muchos colores el cielo. Ellos se
metieron contentos entre la milpa. Al otro día, la gente encontró tiesos a dos ancianos,
sonrientes, cogidos de la mano, entre los elotes.