Un encuentro inesperado

Gonzalo Guajardo González
Enero de 2021
Querétaro, Qro.

Estaba yo tomándome un café, entre la estufa y la mesita de mi cocina. De la puerta llegó una voz que me gritaba por mi nombre. Era Malena, que quería pedirme un favor. Llevaba seis meses sin ver a su papá ni saber nada de él. Le asustaba que, por la pandemia, don Tobías se hubiese quedado por allí, y que lo hubieran quemado con la basura, entre gatos y perros muertos, como hacían a veces para librarse de la pestilencia. No sería la primera vez que se les hubiera ido algún cristiano entre los cuerpos de los animales; hacía años, había salido en los periódicos la noticia del difunto tatemado por accidente en un baldío.

No se sabía nada del papá de Malena; su celular ya no sonaba. Con la inquietud, mi amiga se comía las uñas. En las noticias decían que se encontraba a gente en una banca del Metro, aparentemente dormida, pero que ya no se la podía contar entre los vivos. También salía en la tele que había niños o viejos que no conocían la ciudad, se perdían y ya no podían volver a su casa. Otros decían que a algunos les robaban sus órganos para venderlos en otro país. Corrían tantas historias…

Acompañé a la muchacha a buscar a su padre; su continuo parpadear revelaba ansiedad. Fuimos a buscarlo a donde nos dijeron que él estaba antes de desaparecer; pero sólo nos dijeron la zona, sin dirección; en las esquinas no había nombres de calles ni había números en las puertas. Teníamos algunas señas. Tocamos en varios lugares y a veces nos abrían; entonces, veíamos el interior avejentado, de muebles sucios y rotos, donde se derramaba la luz amarillenta de una débil lámpara; el tufo era pestilente, de agua estancada y gente encerrada; sin servicios higiénicos, andaban sucios; con ojos extraviados, su cara reflejaba hambre de muchos días. Respuestas titubeantes dejaron entender que no conocían a Tobías. Pero sugirieron vagamente dónde seguir buscándolo.


Al fin en la calle, la contundencia de basura y trebejos incomprensibles sugería zona de guerra, de desgano; era un muladar moral, más que físico. La angustia de Malena nos urgía a seguir buscando, hurgábamos en todos los rincones, y pedíamos o exigíamos respuestas. Caminamos en callejones donde se asomaba el abismo humano.

Entonces se nos acercó un hombre; su ropa holgada y raída sólo cubría abajo puros huesos. Nos indicó dónde seguir buscando. Ni se nos ocurrió preguntarle su nombre a ese ángel; lo dejamos de ver cuando nos dijo que en ese callejón habea un tal Tobías. Entramos rápido, y encontramos un semicadáver viejo y multicolor, cubierto de ceniza y tierra reseca; yacía sobre los residuos andrajosos de una alfombra adquirida en un tiradero. Sin saber qué tenía enfrente, nos miraba como una pesadilla. Medio abría la boca, en intentos vanos de hablar.

Malena le dijo a Tobías que era su hija, y que yo era Macrina, su amiga. Ella le confesó su temor por no saber nada de él. Colapsado y con voz casi inaudible, entrecortada, el hombre contó que la pandemia no lo dejó seguir con su trabajo. Antes, llevaba dinero a su casa, pues se subía a los camiones y, el megáfono en una mano, con la otra mostraba sus cuadernillos; platicaba orgulloso que en ellos había una historia, creada por él –la del Justiciero (que quitaba sus riquezas a los ricos y las repartía entre los pobres)–, y que imprimía en mimeógrafo un episodio cada semana. La revista gustaba y se vendía bien.

Los nuevos tiempos dejaron atrás los impresos, y toda publicación se volvió virtual. Nadie compraba ya sus cuadernos. Varios días dejó de comer, para llevar algo a su casa. Probó otras formas de sobrevivir, pero siempre fracasó: sólo sabía narrar historias y dibujarlas. Vendió sus pertenencias, para atender a la familia, y no le dijo nada para no preocuparla; pero las carencias ya no lo dejaban en paz. Se salió de su casa para no agobiarla más. No tenía a dónde ir. Consiguió un baldío, con un pirul en el centro. Le ató la punta de una lona de vieja propaganda partidista; a las otras puntas les ató un ladrillo; así se hizo de un techo, bajo el cual su hija y yo lo encontramos acostado, sucio y maloliente. Estaba enroscado y desnudo, sólo cubierto de sus partes. Malena se quitó su capa, con la que cubrió al viejo. Yo le di mi suéter para que reposara la cabeza. Le hicimos tomar unos sorbos de agua de canela. En breve murió, mientras confesaba que era un fracasado, y que no supo darles nada a su familia y a su país.