Gonzalo Guajardo González
Mayo de 2021 Querétaro, Qro.
Con la sociedad que da vida Este trabajo ya lleva siglos. A mí me lo enseñaron mis tíos, que lo aprendieron de mi abuelo; él nos enseñó cómo agarrar el cuchillo y cuántas revoluciones hay que darle a la piedra para que no se bote y nos lastime. En mi familia todos han sido afiladores, desde hace un titipuchal de años. Creo que desde que Hidalgo era cura en Dolores. Claro que yo no soy tan viejo; apenas lo inicié hace ocho años. El oficio es herencia o, mejor, miembro de la casa.
Es buena chamba; a veces nos va bien y otras mal. En los rastros no nos dan nada: tienen
sus propios afiladores, para mantener al tiro sus herramientas. Los carniceros son buenos
clientes: nos sacan de 15 a 40 cuchillos de todos tamaños cada que les caemos. En cambio,
en las casas, conseguimos 4 o 5, cuando mejor nos va. Nos llega material más fino o
grande, como machetes, espadas o sables, pero muy de vez en cuando (nunca me han
encargado eso, aunque he visto cuchillería turca o de Zaïre). Tengo que darle muy duro,
todos los días, hasta sábados y domingos. Es muy cansado y a veces me agüito; pero me
doy unos días de descanso (la gente me dice güevón), y salgo a la calle cuando ya me siento
mejor. No lo dejo por nada: un trabajo como éste no lo encuentras fácilmente. Con la
afilada, mi tío, el de 63 años, levantó su negocio; hoy la gente lo busca y no tiene que salir
a la calle.
Vivo después del paso a desnivel, algo lejos; pero vengo porque acá nos cae trabajo. Ando
en mi bici; toco el silbato y, cuando lo oyen, salen corriendo para llamarme. Me piden que
nunca deje el silbato, porque su sonido les dice que aquí ando y, además, les recuerda
cuando eran mirruñas. Por cierto, a veces parece que ni nos ven, como si no existiéramos;
pero, al tocar el silbato, todos hablan de nosotros.
Pienso que muchos nos tienen desconfianza; como andamos sucios y vamos despacito en la
calle, en la bici, piensan que espiamos casas para robar. Yo creo que, por eso, cuando nos
llaman para un trabajo, no nos pasan pa’dentro, nos tienen en la puerta hasta que acabamos
y nos vamos; ni un vaso de agua nos ofrecen. No somos tomados en cuenta como gente, o
sí, pero malviviente. No se dan cuenta de que somos trabajadores, honrados y gente
decente. Muchas veces, la gente que va en sus carrazos –ésa sí es ladrona– se nos echa
encima, como para desquitarse de algo, se nos avienta y destruye nuestras cosas.
Sólo me dedico a lo mío. Al día sacamos un dinerito; ni lo contamos; lo metemos a la bolsa
como nos lo dan: que diez o veinte, o a veces hasta mil pesos. No me junto con vagos ni
malandrines y Dios me lo premia. Me acuerdo de una ocasión, después de una chamba,
compré comida preparada, porque ya me andaba de hambre, como dice la canción. Al salir,
vi a un hombre bien pobre, en silla de ruedas, y le regalé lo que había comprado; al otro
día, una clienta me dio un paquete grandote, de comida bien rica.Sí fui a la escuela (y leo mis libros de vez en cuando), pero la dejé, porque me aburría y me
junté con una morra. Tengo tres chamacos, y quiero que estudien algo, nomás que pase el
Covid.
No usamos agua, como antes, para afilar los cuchillos. Así quedan mejor. Pero hay que
cuidar el proceso, pues la gente se enoja si no despalmas el filo.
[Así siguió su plática. Como la rueda de afilar, que gira y gira, la historia del mundo se
repite una y otra vez; siempre vuelve al mismo punto. La vida da vueltas].